En Capital, el abanico contiene todo tipo de ocupaciones: desde los asentamientos ilegales hasta la construcción de locales comerciales. Frenar el avance no es sencillo para los funcionarios municipales: los procedimientos administrativos y las leyes favorecen a quienes violan las normas.

 

Es necesario, imperioso, un debate social en el que los correntinos expresemos qué es lo que pretendemos para nuestra convivencia social: una anarquía tal en la que cualquiera se apropie de los espacios públicos (que son de todos) y haga con ellos lo que les plazca o coexistir bajo normas de armonía y concordia con el compromiso de respetarlas. Es injusto endilgarle la responsabilidad única y exclusiva a los funcionarios municipales por este avance ilegal, ilegítimo, cuando son miles los ciudadanos que sacan provecho de los baches (cráteres) administrativos, jurídicos y judiciales para el usufructo personal, mientras otros tantos vecinos, quienes se avienen a las pautas de coexistencia, sólo pueden mirar asombrados la usurpación desmedida.

En la ciudad de Corrientes hay más de 60 asentamientos ilegales en los que viven entre 15 y 20 mil personas, es decir, casi un 5% del total de los habitantes de Capital. En este caso, la ocupación de los terrenos públicos se da a partir de una extrema necesidad o de emergencia habitacional. Pero hay otras situaciones en las que los usurpadores son personas de recursos económicos y que construyeron hasta edificios en los espacios comunes a todos los vecinos. En ambos escenarios, las legislaciones existentes y las limitaciones administrativas juegan a favor de quienes violan las normas, muchas veces con violencia.

 

Una de las limitaciones que tiene el Estado, en este caso el Municipal, para frenar la usurpación ilegal de espacios públicos o desocupar aquellos que ya fueron tomados, es la propia Constitución Nacional. La observación 7 del Comité de Derecho Económico, Social y Cultural de Naciones Unidas, que está incorporado en nuestra Carta Magna, exige que el Estado no deje en desamparo a la población que pudiera verse afectada, por ejemplo, en el caso de un desalojo de un asentamiento ilegal.

 

Es decir, el Estado debe asumir los costos de la construcción de nuevas viviendas en las que serían reubicados; si algún vecino estuviera enfermo, el desalojo debería concretarse en ambulancias con médicos; se necesitaría contención psicológica por el desarraigo que pudieran padecer los afectados, entre otras tantas condiciones.

 

Si se destinaran los siempre escasos recursos para erogaciones de estas características que beneficien a personas que quebrantaron la ley, al concretar una ocupación ilegal, ¿qué funcionario podría mirar a la cara a los miles de inscriptos en el Instituto de Viviendas de Corrientes (INVICO), quienes reunieron los requisitos solicitados, justificaron sus ingresos y jamás se les pasó por la cabeza transgredir las normas de convivencia? ¿Por qué habría que darle prioridad a quienes violaron las pautas sociales en detrimento de aquellos que cumplieron con todos los requisitos que la normativa exige para obtener una vivienda?

Pero las usurpaciones de espacios públicos no se concretan solamente por una necesidad establecida por la pobreza. Muchas ocupaciones fueron ejecutadas por personas con solventes recursos económicos que, a sabiendas de las dificultades de la autoridad municipal para determinar un desalojo o una demolición, aprovechó ese “Talón de Aquiles” para llevar adelante construcciones y comercios en lugares comunes a los vecinos.

 

Hay varios casos emblemáticos. Uno de ellos, en el barrio San Gerónimo, es el de la construcción de la estructura de un edificio que comunica un monoblock y que permitiría la ampliación de los departamentos.

 

El INVICO entregó las unidades funcionales de los edificios sin exigir la conformación del consorcio, establecido en la Ley de Propiedad Horizontal, que sirve de base para las normas de convivencia. A partir de esta ausencia, los vecinos no encuentran limitaciones legales. Si los propietarios de las unidades funcionales pretenden, por ejemplo, construir garajes en el espacio común, la Municipalidad no tiene facultad para demoler o impedir la continuidad de la construcción porque se encuentra en el terreno privado del consorcio, por más que éste en la práctica sea inexistente.

 

En el caso del edificio construido en el barrio San Gerónimo, la mitad de la estructura está dentro de los límites del consorcio y la restante en espacio público municipal (ocupa parte de la vereda).

 

Si una vez cumplimentados los engorrosos y tardíos procedimientos administrativos, la Municipalidad ordena la destrucción de la construcción que está en espacio público, la demolición significaría una falla estructural de lo edificado en espacio privado del consorcio. Jurídicamente no se puede y los funcionarios están “atados de manos” para una instrucción en este sentido.

 

Pero no es la única limitación en este caso en particular. Si los otros titulares de las unidades funcionales, quienes no participan de esa construcción sin autorización, no manifiestan su voluntad de oponerse a la misma, la Municipalidad poco puede hacer legalmente para avanzar con la orden de demolición.

 

Esta dualidad del espacio usurpado lleva a un laberinto judicial: la invasión del espacio público es competencia de un juez penal pero la construcción sin autorización de un lugar privado corresponde a un magistrado civil. ¿Cómo lograr, con la diferencia de tiempos que tienen ambos procesos, coordinar una demolición conjunta? Casi imposible.

 

Otro caso simbólico es el de la construcción ilegal en una propiedad que correspondía a Ferrocarriles Argentinos, hoy en manos de la Agencia de Administración de Bienes del Estado (AABE) en el barrio Libertad. La persona que edifica en dicho terreno viola sistemáticamente las clausuras municipales y continúa con las obras. Sin embargo, los funcionarios no pueden dar la orden de demolición porque no logran concluir los procedimientos administrativos por “chicanas” interpuesta por el usurpador (cambia el supuesto titular, modifica el domicilio y no lo pueden notificar) o por desidia de la propia AABE que nunca contestó las notificaciones efectuadas por la Comuna.

 

En Punta Taitalo, una asociación de excombatientes de Malvinas compró un inmueble, lo escrituró, lo delimitó, abona los tributos municipales y presta servicios sociales. Las referentes de la entidad solicitaron a la Municipalidad la apertura de la calle, que es un espacio público, para facilitar el ingreso y egreso a las instalaciones.

 

Cuando los funcionarios municipales intentaron efectivizar la solicitud, encontraron que en la calle varias familias habían construido precarias viviendas. Conocida la determinación de la Comuna de concretar el paso, una asociación civil (de clara pertenencia partidaria) instaló un comedor en el espacio público y trajo a más personas para instalarse en el lugar. No conformes, exigieron a las autoridades capitalinas que expropien un terreno privado lindante para que por allí abran la calle.

 

¿Qué pueden decir los funcionarios municipales a los excombatientes? ¿Que no logran abrir la calle porque hay gente ocupándola? ¿Las autoridades capitalinas tienen que afectar a los privados para satisfacer las demandas de personas que violaron leyes y normas de convivencia?

 

En las Mil Viviendas, en 2011, se construyeron locales comerciales en espacios públicos para luego alquilarlos. Desde ese año, las sucesivas gestiones municipales llevaron adelante procedimientos administrativos para el desalojo y la destrucción de tales obras. En uno de los casos, el proceso concluyó recientemente – siete años después de su inicio – y la Comuna estaba en condiciones de demoler lo ilegalmente edificado.

 

Sin embargo, el usurpador interpuso una acción civil ante la Justicia y frenó la destrucción de las obras ilegales. Una vez más, la Municipalidad se vio impedida de concretar la demolición. Mientras tanto, el beneficiario de tal actividad ilegítima continuará cobrando el alquiler de una propiedad que no le pertenece como viene haciéndolo desde hace siete años.

 

Conclusión

 

“Hecha la ley, hecha la trampa”. La frase habría surgido de un texto escrito por Fosco Maraini en su libro Secreto Tibet. Allí se narra la historia de unos monjes japoneses que sólo podían comer carne de algún animal marino, pero como su obtención era trabajosa y en aquel lugar abundaban los cerdos, decidieron catalogar a los puercos como ballenas silvestres. De tal forma, pudieron mantener en pie su disciplina a la vez que extender considerablemente su dieta. Desde entonces, se ha incorporado la expresión para denunciar que ante la aparición de cualquier norma de inmediato surge una estrategia para evitarla sin riesgo aparente.

 

En Corrientes, las usurpaciones de espacios públicos – por las razones que sean – están “protegidas” (si vale el término) por la burocracia administrativa y por leyes que extienden en demasía los plazos de resolución. Así, ninguna gestión municipal podrá poner orden.

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